Teléfono rojo
Para Ariadne, mi vida, desde hoy profesionalmente abogada.
No hacía ni cinco años que había visto con mis propios ojos de niño chirundo, con las cunchas al aire, a un personaje de apellido ilustre, heredero de los siete sabios de este país, arribar como un Cristóbal Colón a Ñuu Yendee, cuando un alemán, mirón, curioso, impertinente, llegó a estas tierras al pie del cielo.
Alfonso Caso pasó por arcos elaborados con ramas y flores silvestres de la temporada a Santa María de la Asunción Huazolotitlán a principio de los sesenta del siglo pasado.
Fue recibido como se recibía en mi pueblo a los únicos jerarcas que nos visitaban, los políticos del PRI, curas y arzobispos pederastas.
El antropólogo entró triunfante a mi pueblo con su ejército invasor de técnicos, maestros, médicos, enfermeras y fotógrafos haciendo sufrir a los niños que eran desparasitados con aceite de epazote y dolorosos pinchazos en los brazos.
El conquistado conquistador con las armas de la técnica, de la ciencia y el discurso del centro tricolor del país conquistaba este jirón de patria hasta entonces indómito, natural y salvaje. Entonces solo sacudida por la violencia de los cacicazgos locales.
Nosotros, los otros conquistados conquistadores, los llamados de razón, hicimos un ritual de nuestra entrega festiva, con música de cohetes, chilenas y barbacoa, tal vez la última y para siempre. Ahí otorgamos nuestra última inocencia, mucho de nuestro ser para entrar en el proceso de la identidad única, hegemónica y nacional: el PRI, la televisión, el jabón Palmolive y el mariachi.
Por ese pecado, porque no existen dos glorias, fuimos expulsados del paraiso Ñundewi. No hubo elección. Nos cubrimos nuestras vergüenzas, dejamos el blanco calzón, nos pusieron mandil, nos mandaron a vacunar, a estudiar.
Bajamos del potro bronco de nuestra cultura y nos subimos a la flecha, como en la que llegó Antonio Caso a Huazolo, como en la que arribó a Ñundewi Mario Mutschlechner y emprendimos el viaje sin voltear, tal vez para no ver lo que habíamos dejado, tal vez por no sentir lo que habíamos perdido…
Pero algunos viajes tienen retorno y como dice la chilena de Chalo Zumano “las palomas vuelven al nido”. Y estamos queriendo volar, volver y quitarnos la ropa, desnudar nuestro cuerpo, llenarlo de collares, de mili de corales, vestir cuyuchi, bailar con cajón, emborracharnos con aguardiente, hablarnos de amor sin mirarnos a los ojos, a escondidas de espaldas con espaldas.
Desterrar de nuestro pasado los que nos impedía ser libres y caminar de nuevo por la vida buscando el paraíso desde el pie del cielo.
El libro editado por Conaculta y presentado hoy aquí debería ser impreso por el gobierno estatal y los municipales con presencia mixteca, para que funcione como un espejo en el cual mirarnos, que refresque la memoria que tiende a perderse; y a través de estas 24 fotografías reveladoras de la estética de los Ñuu Savi reconstruir la concepción de belleza perdida en no menos de 50 años, al golpe de lo ajeno, lo extraño, que ya comienza hablar como nosotros, con nuestra lengua, como costeño.
El fotógrafo alemán entra a México por el Caribe, pasa por Oaxaca, llega a Jamiltepec, para capturar este legado que como Voyer atrapó con su ojo-lente pervertido y occidental El Paraíso en la otra esquina aquí, como lo hizo Gauguin en otro tiempo en las islas de la Martinica entre 1892 y 1903.
Mario, con la misma ansiedad, el mismo deseo del descubridor, detuvo el tiempo de una cultura que comenzaba a cambiar, que dejaba su inocencia ancestral para ser devorada por otra cultura poderosa, la misma del fotógrafo invasor que, culpable, quiso preservar lo que al tocar se derrumbaba.
Alguna vez leí por ahí que el fotógrafo es un voyeur, pero sin el matiz sexual y que su obsesión es solo la pasión por capturar la luz, levantar una buena imagen.
Un fotógrafo es alguien que quiere registrar la vida que le rodea. A algunos les gusta un paisaje, a otros el retrato, el mundo científico o la naturaleza. A otros les gusta el desnudo, como a Mario.
Quisiera entrar a la cabeza del fotógrafo en ese momento que apretaba el obturador de la cámara con la que trabajó durante tres años, desde 1967 a 1970, en el distrito de Jamiltepec, retratando mujeres en su mundo natural.
Me gustaría indagar como periodista su método de trabajo para convencer, para capturar su deseo profesional, en una cultura donde dejarse fotografiar era algo parecido a perder el alma, a robar tu otro yo, algo similar o peor que la maldición de la brujería.
¿Qué le hubiera ocurrido al alemán si hubiera hecho lo mismo en los pueblos negros de los bajos?
Estoy seguro que hubiera sido descuartizado por el machete de un padre o un marido ofendido. Pero no pasó, porque ir desnudo aquí era natural, normal, sin morbo. Había niños y niñas que se colocaban la ropa apenas entrada la pubertad.
La fotografía antropológica de Mutschlechner al paso de los años se ha convertido en un legado estético que enaltece y nos recuerda la belleza de la mujer mixteca, la mujer de piel color de cántaro, a veces menospreciada por la cultura mestiza de aquí y del centro del país.
Ñundeui. Al pie del cielo. Mario Mutschlechner. Editorial: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/DGCP, DGP Lugar de edición: México, D.F. Año de edición: 2008.
*Texto preparado para la presentación del libro Ñundei, en la Casa de la Cultura de Jamiltepec, Oaxaca.