El agua, un derecho del pueblo
José Moreno Portillo*
Las imágenes cinematográficas condensan las preocupaciones inherentes a una época, sobre todo en aquellos filmes producidos en un periodo de transición, como es el caso de Roma (México-Estados Unidos, 2018), la más reciente película del cineasta mexicano Alfonso Cuarón (Ciudad de México, 1961).
Más allá del contundente recordatorio plasmado en la cinta que evoca el convulso México de la década de 1970, Roma es el resultado de un modo de producción y distribución que cada vez será más recurrente en la filmografía nacional.
Los recursos invertidos en la producción de la película cuyo presupuesto inicial en 2016 fue de unos 153.5 millones de pesos (unos 7.5 millones de dólares), provienen de diferentes fuentes de inversión estadounidenses en su modalidad de capital de riesgo. Los recursos fiscales asignados por el Estado mexicano ascienden sólo a 20 millones de pesos (un millón de dólares), porcentaje mínimo del costo total.
Entonces, la pregunta es pertinente: ¿Puede considerarse Roma como una película mexicana?
La Ley Federal de Cinematografía vigente, cuya última modificación fue publicada en el Diario Oficial de la Federación el 28 de abril del 2010, establece en su artículo séptimo que una película nacional es aquella realizada por personas físicas o morales mexicanas o bien, aquella que se realizó en el marco de acuerdos internacionales o convenios de coproducción suscritos por el gobierno mexicano con otros países y organismos internacionales.
La producción de un filme implica la suma de muchos recursos, tanto humanos, tecnológicos como económicos y para realizar Roma, Cuarón recurrió a Participant Media LLC, productora de Lincoln (Spielberg, 2012), The help (Taylor, 2011) y Spotlight (McCarthy, 2015). Esta empresa estadounidense ostenta la propiedad del 84% de la película. La compañía Esperanto Filmoj (norteamericana, propiedad de Cuarón), así como Espectáculos Fílmicos El Coyúl (empresa mexicana cuyos dueños son los hermanos Carlos y Alfonso Cuarón) y los contribuyentes del Impuesto Sobre la Renta, Afirme Cemento Cruz Azul, Corona y Bonafont, complementaron el presupuesto final.
Por separado, su distribución por parte del streaming Netflix (estadounidense) fue motivo de discusión previo a su lanzamiento. Se reclamaba su exhibición en los cines convencionales (discreta y selectiva labor que hizo la empresa mexicana Cine Caníbal sólo en algunas salas de arte) de una película hecha con recursos públicos, pero que el mismo Cuarón reconocía inviable, ya que se trataba una película en blanco y negro, hablada en español, en mixteco y sin estrellas de cine.
Entonces, aún dentro de lo dispuesto por la Ley Cinematográfica, Roma es también un producto de Hollywood hecho en México, de ahí que no haya empacho en otorgarle 10 nominaciones a su máxima presea, que es el Óscar. Y no es que no lo merezca o que no lo hayan merecido filmes mexicanos anteriores. La notoriedad que da el capital norteamericano y sus poderosas campañas de lobbying entre los influyentes sectores que integran la industria, son inconmensurables.
Roma, sin lugar a dudas, es un filme entrañable, con grandes logros narrativos, pero que difícilmente pudo realizarse con recursos exclusivamente mexicanos. Es un esquema al que de ahora en adelante, en plena transición política y social, el cine y sus realizadores deberán adaptarse, lejos de nacionalidades y nacionalismos. A fin de cuentas, el discurso histórico intrínseco no sólo denota la época recreada en la trama, sino también, el momento en que ésta se proyecta y llega al público y Roma refleja claramente esta condición que caracteriza nuestros días.
*Guionista cinematográfico y catedrático de la Universidad Iberoamericana.